RECUERDOS DE ITUANGO, por Íkaro Valderrama

Ituango (Antioquia, Colombia).
Viernes 20 de julio de 2018, 8:20 p. m.

Una de las fotografías que tomó Antonioli, desde la entrada del teatro, me gusta mucho: estoy en el escenario con la guitarra eléctrica, en la foto se ven las espaldas de los asistentes pero resaltan de forma surreal los deslumbrantes trajes rojos e inquietantes sombreros cilíndricos de un grupo de indígenas Emberá katio. Estoy seguro de que cuando él tomó esa foto yo estaba cantando Siberia mi amor, el tema con el que abría mi repertorio. Cuando terminé aquella primera canción la gente aplaudió mucho, sentí una poderosa energía en el auditorio y después los gritos del poeta Andrés Uribe y los gritos del público, y los gritos del alcalde…

Si revisamos la cadena causa-efecto, podría decirse que Nicolás Antonioli, el poeta invitado de Argentina, casi muere por mi culpa en aquel teatro de Ituango. El asunto no tuvo nada que ver con el Clan del Golfo ni con ninguno de los grupos armados que sanguinariamente se disputan el poder en ese territorio. Tampoco con el hecho de que el señor alcalde —quien estaba sentado junto a nosotros, los poetas— estuviera amenazado de muerte. En realidad fue simple, Antonioli quiso tomarme una foto de cerca, desde el costado izquierdo de la tarima, no se dio cuenta de las escaleras que conducían a los vestidores y en cosa de 1 segundo rodó cuesta abajo varios metros en el mismo instante en que la gente aplaudía, y después los gritos del poeta chileno Óscar Saavedra y los gritos del público, y los gritos del alcalde, ¡se cayó… se mató!

Entrar y salir de Ituango es muy difícil. Aunque se encuentra tan solo a 194 kilómetros de Medellín, a nosotros nos tomó 8 horas llegar al pueblo. Es una de las carreteras de montaña más serpenteantes que haya recorrido. Pero la demora no se debe a las curvas sino a los varios retenes y puntos de control que es necesario atravesar. A 40 minutos de Ituango hay guardias ominosos y cercas que solo se abren a una hora exacta (por la mañana a las 6, 9 y 12 m.). Debemos ir detrás de una camioneta que nos guía por una ruta laberíntica y muy peligrosa. Los derrumbes son comunes. Después de recorrer un par de kilómetros y atravesar sofisticados túneles, se ve la impresionante obra de ingeniería y destrucción masiva que se ha levantado en nombre de un falso progreso: parece una inmensa pirámide escalonada de arena, pero es en realidad una montaña erosionada, modelada y ultrajada hasta la más vulgar aridez. Nos tomó media hora atravesar ese hidro-complejo inacabado que ahora es jaula del agua y jaula de los habitantes de Ituango.

Alguien, no recuerdo quien, me dijo que siguiera tocando. Yo tenía la mirada fija en el tumulto de personas junto a las escaleras por donde rodó Antonioli. En ningún momento solté la guitarra, volví al centro del escenario y canté con toda potencia un tema dedicado al Taita Imbabura del norte de Ecuador, “mira cómo vuela el cóndor, y mira cómo vuela y mira cómo danza, y mira cómo baila mi chola”; después interpreté el temir khomus o arpa de boca de Jakasia y llamé al lobo blanco y al caballo y vi asombro en las facciones de algunos indígenas Embara katio que nunca habían escuchado en vivo la potencia del canto de garganta. A la izquierda, el tumulto de gente empezó a dispersarse y alguien hizo gestos de que Antonioli estaba bien. Vi entre los asistentes a algunas de las personas que esa misma tarde, más temprano, participaron en un taller de canto que yo dirigí. Siento que, pese al accidente de Antonioli, por un momento el público se conectó con aquellas frecuencias y sonoridades de Altái Sayán. De manera especial, con la imagen de la montaña en mente, cerré el concierto cantando Soy de agua (“fluyo como el río, fluyo como el pez”).

Cuando terminó mi presentación la ambulancia que recogió a Antonioli ya estaba en camino. Lo dieron de alta después de medianoche. Creo que nadie durmió bien, debíamos levantarnos a las 4 para alcanzar a cruzar el retén en horario de 6. He dicho que Antonioli casi muere por mi culpa, pues yo mismo le pedí que me fotografiara. Los poetas Andrés Uribe, Óscar Saavedra y todos quienes lo vieron caer, se sorprenden de que haya salido ileso. Esa misma tarde, de vuelta en Medellín, leímos poemas en el cierre del Festival.

Entrar y salir ileso de Ituango es algo que anhelan todos sus habitantes. El riesgo de ser asesinado en las calles centrales del pueblo puede ser tan alto como el de perecer en los laberintos de ese inestable proyecto hidroeléctrico que obstaculiza la entrada y salida del territorio, el flujo del río y la preservación del ecosistema.

El Festival Internacional de Poesía de Medellín, al llevar poesía y música a estas zonas del país —martirizadas desde hace tiempo por la violencia, la desigualdad y la injusticia—, realiza un acto heroico que agradecen no solo los asistentes que llenan las salas, parques y auditorios, sino todos los poetas y artistas que hemos sido invitados a participar y a aprender en esta poderosa iniciativa de transformación comunitaria a través de la palabra.

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte […]
(Alejandra Pizarnik, “El despertar”)

* Este es un relato sobre mi experiencia en una de las actividades en las cuales participé durante el 28º Festival Internacional de Poesía de Medellín, lo escribí a solicitud de los organizadores, a quienes reitero mi agradecimiento por su invitación y acogida. Este texto se publicó inicialmente en el sitio web del festival:
https://www.festivaldepoesiademedellin.org/es/Festival/28/Valderrama/

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